Viaje de trabajo a Bruselas para asistir a un congreso sobre desarrollo. Era mi primera vez en la ciudad y la imagen que me había hecho de ella era la de una capital administrativa, llena de funcionarios europeos, triste, aburrida y absolutamente prescindible. Nada más lejos de la realidad.
Un río sinfín de bares y restaurantes. Hay vida en la calle, con gentes de todo tipo, de todos los colores y hablando todos los idiomas. El movimiento es constante. El trazado urbano, de locos. Una gran urbe, caótica y sorprendente, en la que cada esquina es una aventura. Y justo al doblar una de tantas, me encontré con una enorme explanada, una noria y un balcón con vistas.
La luz, los colores del cielo, la noria, la enorme cantidad de gente disfrutando del momento. Había paz y buen rollo. Hamacas y cerveza. A los pies de la explanada se extendía la ciudad, sin ninguna marca destacable en el paisaje que distorsionase el espectáculo al que todos habían ido a disfrutar: el atardecer en Bruselas.
Como fotógrafo, escenarios como éste tienen sus riesgos. Te entran por los ojos hasta nublarte. El nervio óptico se conecta de manera inconsciente con el dedo sobre el botón del obturador y no paras de apretarlo en un frenesí de capturas sin sentido. La fotografía es pasional, pero también exige reflexión. Hay que vivir la emoción de la escena y saber procesarla, todo al mismo tiempo.
¿Busco sólo la silueta, o me interesa también lo que esconden las sombras? ¿Quiero desenfoque o mucha profundidad de campo? ¿Y los rayos del sol? ¿Definidos o suavizados? ¿Qué velocidad de obturador? ¿Qué incluyo en el encuadre? ¿Qué me dejo fuera de la escena? Del nervio óptico al dedo sobre el obturador, pasando por el cerebro, para que la emoción no nuble la experiencia, el conocimiento y la técnica. Más fácil decirlo que hacerlo, claro.
Huelga decir que al principio me pudo la emoción, aunque poco a poco fui controlando el puñetero dedito del obturador. El resultado podría haber sido mejor, pero no me quejo.
Atardecer en Bruselas. Espectacular.